Estaba alojado en
un hostal austero, de esos que proliferan alrededor del feo mastodonte de
concreto con el que se reemplazó por derribo al viejo mercado eiffeliano de la
ciudad de Loja, tratando de controlar mi creciente enojo por la instauración de
la cuarentena. La pandemia adelantaba su hocico vicioso por estas tierras, ancestralmente
alejadas del amor de dios y despreciadas por el diablo. Me quedé varado a muchos kilómetros de mi casa.
¿De mi casa? En realidad, de una edificación llena de cuartos vacíos a la que
llamaba mi casa por costumbre. Como lo hacen muchos. Como hacen todos,
especialmente a esta edad, cuando sólo les quedan los recuerdos y las deudas.
Yo tenía una
habitación mohosa en el segundo piso y recorrí su escasa extensión para
asomarme a un balconcito de bolsillo sobre la avenida Universitaria. Afuera la
luz solar resaltaba la desnudez de la calle.
De pie en la vereda de
estridentes baldosas dos hombres conversaban, cavilosos. A falta de mascarillas
quirúrgicas llevaban unos improvisados barboquejos hechos con sus mugrientos pañuelos,
grumosos de limpiarles la cara sudada a los pelados.
La ancha avenida de doble vía, partida
longitudinalmente por el río Malacatos, estaba desierta de carros y de gente. Primero
el continente y luego el contenido me decía mi prima tallerista de literatura y
stripdancer en noches de luna.
Sólo deambulaban unos policías en
sus motos, unas vendedoras ambulantes de ojos resignados que no tenían a quien
ofrecer sus tristes canastos, y una gorda palpitante y su mastín napolitano de
labio leporino.
-Yo me
quedé tonto y casi me dio un sofoco-, dijo don Simplicio. Arrimados contra la
pared mientras esperaban un transporte que nunca iba a llegar por el
confinamiento y el toque de queda, la proximidad los llevó a presentarse e
intercambiar sus nombres. El que hablaba era don Simplicio Castillo. Blanco,
ventrudo y de mediana estatura, estaba casi recostado en una descomunal maleta
Samsonite de tiempos de Cristóbal Colón, de esas que permiten llevar muchos
atuendos, zapatos, encomiendas, al menos un par de ternos de fieltro, y, si no se
tiene cuidado al llenar la valija, al abuelo y a la abuela. Tenía al menos sesenta años. El otro se
llamaba Melchor Armijos, era más joven y lo escuchaba con una mezcla de
curiosidad y asombro.
-Decían
unas cosas terribles ahí en la puerta de la capilla de San Pedro Mártir-. El hombre parecía sinceramente afectado al
recordar.
-Yo
atranqué el paso para oírlos. Decían que se ha presentado en todo el mundo un
virus que ataca a la corota[1] del
cristiano al que le llaman el corotavirus, madre santísima, con una soltura de la
lengua para decir esta mala palabrón y eso que estaba el señor cura de la
parroquia y la monja dominica… Enseguida
pensé que el mundo entero está hundido en el libertinaje al ponerle semejante
nombre a esa enfermedad y con el visto bueno de su santidad-. Melchor lo animó
a que siguiera hablando, con el ceño desplegado como una antena.
-Cuando comentaban
de los síntomas, como gracias a mi taita diosito no tengo un pelo de tonto, me
puse a comparar con la situación de mis partes pudendas amenazadas… Decían que primero
se presenta una gran temperatura. Yo me tranquilicé porque siempre está fresco
allí en la sombra donde nunca llega el sol y medio manda la luna y sólo cuando
mismo mismo, tiene su minuto de fiebre...-. Aquí consideró oportuno sonreírse como
si hubiera dicho algo muy ingenioso y siguió relatando:
-También
dijeron que tenía que tener la garganta seca y rasposa y tampoco era el caso…
Me alegré bastante, pero como dicen, la alegría del pobre dura poco. El cura
dijo que la víctima suelta una terrible moqueadera…y ese sí es mi caso. ¡Se me
juntó el cielo con la tierra! Madre mía,
dije sin poder controlarme…Madre purísima, sin pecado concebida contestó la
monja dominica... Me acordé de los tiempos en que cayó la plaga del sida para
castigar a los golosos que les gusta comer de la huerta trasera… Nos contó el
enfermero del subcentro de Lujinuma Alto, que es persona seria y muy sabida, que
esa enfermedad se contagiaba por montar del lado cambiado, pero también por
beber del mismo jarro y comer con la misma cuchara, aunque lo terrible, dijo,
fue la operación para salvarlos a los más graves cuando todavía no salían las
vacunas. Dijo que les quitaban todo el aparato y los dejaban lisos como un
tambor, llambos sabemos decir nosotros, aunque algunos ni con eso se
salvaban. ¿Se imagina?
-No
me imagino-, contestó escuetamente Melchor. Aunque sí le pasó por la mente la
imagen de la puerta enrejada del paraíso atestada de cristianos que no se
salvaron del sida con la operación y hacían cola, con la cabeza gacha y la mano
en donde debía ir la pena, para recibir un pase a la gloria eterna. Sin nada
por delante y nada por detrás, como guaguas de pan o arcángeles con piernas.
Sin ningún comentario se dispuso a seguir escuchando el relato de su compañero
de vereda.
-Sin
ser parte de la conversación yo me planté delante del señor cura y le pregunté
de una: ¿y cuál es el remedio? Porque no podía soportar la idea de andar por el
mundo curado del corotavirus pero separado de mis dos leales compañeros en las
buenas y las malas. Y peor para toda la eternidad. Nos avisó que como era una
enfermedad nueva todavía no se podía conseguir una vacuna, la monja dominica
dijo que la mejor cura era la oración y el agua de matico, las vecinas dieron
otras recetas, pero yo escuché clarito en medio del cuchicheo cuando el padre
Nivelo dijo que por lo pronto el único tratamiento seguro era la cuarentona.
Después necearon que yo había escuchado mal, sobre todo mi hermana Pascasia,
pero por dios santísimo que eso fue lo que dijo el reverendo. Salí como gato
pringado sin tener a donde ir ni con quien comentar semejante terapéutica hasta
que me acordé de mama Felipa Rey, la casamentera del pueblo y de los barrios alejados,
que lo mismo saca con bien un parto cruzado que una cadera hecha añicos, teje
una alforja de Catacocha o se embucha de un solo trago una botella de anisado tapetusa.
Cuando le pregunté su parecer sobre la plaga se rió con malicia y dijo que
recién salía de una gira aguardentosa y no había escuchado noticias pero que a
esa parte del hombre no le pega virus si no ladillas. Más se rió cuando le dije
que para librarme del posible contagio necesitaba una cuarentona. A la edad que tienes, me dijo, una mujer más
joven te puede curar la soledad o bajarte la calentura pero tarde o temprano te
pondrá como venado. El billete de veinte dólares que le boté en la mesa le
cambió el tonito y me dio tres nombres de mujeres solteras de cuarenta años.
Por dos ñañitos de ese dólar te puedo acompañar me propuso y yo acepté porque
sinceramente me parecía imposible conseguir el remedio en tan pocas horas. Primero fuimos a la casa de la señora
Hermenegilda Jumbo en las afueras del caserío, por donde se sale a Numbiaranga,
y la encontramos rodeada de tanto niño que parecía una escuela. Era tres veces
viuda y todos eran sus hijos. Cuando mi representante le explicó cuál era mi
necesidad la señora no se mostró ofendida. Dijo que si mi curación dependía de
estar con ella un rato no me podía ayudar porque era madre de familia, pero que
conocía a otra señora que podía ayudarme por una propina, pero eso sí tenía casi
sesenta, no cuarenta como yo, se jactó, estaba cundida de carate y además era
sorda del oído izquierdo. Si me interesaba en ella a pesar de estar ya
mayorcito y tener ojos de bribón me daría el sí, aunque todo debería de ser por
la iglesia y siempre consultando el parecer de los otros papás de las guaguas. Que eso demoraría por lo menos tres meses y que
se pasaría el tiempo de aplicarme el tratamiento nos dijo condolida. Me apuré
en agradecerle y salimos en busca de la otra candidata. Esa sí parecía cuarentona,
de piernas gruesas, cuerpo entallado y cara bonita. Desde el principio dio señales de no estar
interesada en mi persona y peor en el motivo de mi visita. Después nos
enteramos que además de peluquera era el amorcito del narco local. Mama Felipa quiso
componer la plancha valiéndose de su fama de bruja y me preguntó en su delante
si me podría servir de remedio la agüita de espíritu de la cuarentona. Allí la
bella se bajó un rato de su pedestal y pidió una explicación. “Yo puedo hacer
un cocimiento de hojas de matico, consuelda, guando y otras plantitas para
darle un baño rapidito” dijo ella, “y ahí mismo juntamos el agua que escurra de
su cuerpo para llenar un par de botellas que mi ahijado debe tomar como agua de
tiempo”. No le gustó para nada la propuesta porque dijo que así les hacen las
bujerías y los daños a las personas y nos mandó con viento fresco. En una casa
de adobe vivía la tercera cuarentona. Era una mujer pequeña pero bien atacadita
que nos recibió en la puerta porque estaba entregando una ruma de alforjas,
jergas y otros tejidos a una señora que mercaba productos rurales en la ciudad.
Nos dijo que sí había escuchado de esa enfermedad pero que no le gustaba que
usaran una mala palabra para nombrarla. Lo mismo dijo la compradora, que
pensaba que bien pudieron llamarla cosavirus o hasta pelotavirus, pero no
tenían que usar esa palabrota sobre todo delante de las mujeres. Cuando mi
bruja madrina le dijo que yo necesitaba una cuarentona porque tenía los
síntomas de la peste y habló de dinero, la señora, que se llamaba Aleja, me
sonrió guiñándome uno de sus lindos ojos y me mandó que fuera a la capilla a
poner una vela y regresara en media hora. Mama Felipa Rey y yo nos despedimos felices:
ella porque me había pelado sesenta dólares y yo porque tenía chance de evitar
el avance de esa enfermedad con nombre de mala palabra.
Melchor
estaba intrigado y yo también. Simplicio continuó el relato: -Cuando yo llegué,
primero me hizo un café con tamal y humita y después me hizo el 69. Un
revoltijo de brazos y piernas que nunca me dejó saber si estaba arriba o abajo,
en el cielo o en el purgatorio. Yo le pregunté si eso que me estaba haciendo me curaría
del corotavirus y ella me respondió que me curaría del corotavirus, del cáncer
y hasta de las piedras en los riñones-.
-¿Y qué
hace aquí en esta calle desierta, con esa maleta trailera donde parece que ha
metido su casa y la del vecino, habiéndose encontrado con el remedio para todos
los males del mundo?
-No todo
lo que brilla es oro mi señor… Yo enseguida me di cuenta de que éramos hechos
de materiales diferentes. El matrimonio lo hicimos en un abrir y cerrar de ojos
porque era la prima del jefe de área del Registro Civil y la sobrina consentida
del cura párroco y allí, delante de toda la parentela dijo que ahora que San
Antonio le había cumplido trayéndole por fin al hombre de su vida le daría su
remedio contra el virus mañana, tarde y noche por los siglos de los siglos
amén. A la semana me desperté llorando de un sueño donde yo le rogaba al
corotavirus que hiciera conmigo su sucia cirugía y aquí me tiene, buscando un
transporte para irme al otro lado del mundo…
-Parece que va a tener que instalarse en algún lado
mientras pasan las prohibiciones de tránsito interprovincial. Quizás le
convenga pedir perdón y pasar el resto de la cuarentena junto a su cuarentona- dijo Melchor en medio de una incontenible risotada.
Yo pensé si no sería una buena idea invitar a una
cuarentona a pasar la cuarentena…
Omar Burneo Castillo
Dedicado al inolvidable
Gustavo Aguirre Piedra
Estaba alojado en
un hostal austero, de esos que proliferan alrededor del feo mastodonte de
concreto con el que se reemplazó por derribo al viejo mercado eiffeliano de la
ciudad de Loja, tratando de controlar mi creciente enojo por la instauración de
la cuarentena. La pandemia adelantaba su hocico vicioso por estas tierras, ancestralmente
alejadas del amor de dios y despreciadas por el diablo. Me quedé varado a muchos kilómetros de mi casa.
¿De mi casa? En realidad, de una edificación llena de cuartos vacíos a la que
llamaba mi casa por costumbre. Como lo hacen muchos. Como hacen todos,
especialmente a esta edad, cuando sólo les quedan los recuerdos y las deudas.
-Parece que va a tener que instalarse en algún lado
mientras pasan las prohibiciones de tránsito interprovincial. Quizás le
convenga pedir perdón y pasar el resto de la cuarentena junto a su cuarentona- dijo Melchor en medio de una incontenible risotada.
Yo pensé si no sería una buena idea invitar a una
cuarentona a pasar la cuarentena…
Omar Burneo Castillo
Dedicado al inolvidable
Gustavo Aguirre Piedra