domingo, 24 de mayo de 2020

El corotavirus y la cuarentona

Estaba alojado en un hostal austero, de esos que proliferan alrededor del feo mastodonte de concreto con el que se reemplazó por derribo al viejo mercado eiffeliano de la ciudad de Loja, tratando de controlar mi creciente enojo por la instauración de la cuarentena. La pandemia adelantaba su hocico vicioso por estas tierras, ancestralmente alejadas del amor de dios y despreciadas por el diablo.  Me quedé varado a muchos kilómetros de mi casa. ¿De mi casa? En realidad, de una edificación llena de cuartos vacíos a la que llamaba mi casa por costumbre. Como lo hacen muchos. Como hacen todos, especialmente a esta edad, cuando sólo les quedan los recuerdos y las deudas. 

Yo tenía una habitación mohosa en el segundo piso y recorrí su escasa extensión para asomarme a un balconcito de bolsillo sobre la avenida Universitaria. Afuera la luz solar resaltaba la desnudez de la calle.

De pie en la vereda de estridentes baldosas dos hombres conversaban, cavilosos. A falta de mascarillas quirúrgicas llevaban unos improvisados barboquejos hechos con sus mugrientos pañuelos, grumosos de limpiarles la cara sudada a los pelados.

La ancha avenida de doble vía, partida longitudinalmente por el río Malacatos, estaba desierta de carros y de gente. Primero el continente y luego el contenido me decía mi prima tallerista de literatura y stripdancer en noches de luna.

Sólo deambulaban unos policías en sus motos, unas vendedoras ambulantes de ojos resignados que no tenían a quien ofrecer sus tristes canastos, y una gorda palpitante y su mastín napolitano de labio leporino.  

-Yo me quedé tonto y casi me dio un sofoco-, dijo don Simplicio. Arrimados contra la pared mientras esperaban un transporte que nunca iba a llegar por el confinamiento y el toque de queda, la proximidad los llevó a presentarse e intercambiar sus nombres. El que hablaba era don Simplicio Castillo. Blanco, ventrudo y de mediana estatura, estaba casi recostado en una descomunal maleta Samsonite de tiempos de Cristóbal Colón, de esas que permiten llevar muchos atuendos, zapatos, encomiendas, al menos un par de ternos de fieltro, y, si no se tiene cuidado al llenar la valija, al abuelo y a la abuela.  Tenía al menos sesenta años. El otro se llamaba Melchor Armijos, era más joven y lo escuchaba con una mezcla de curiosidad y asombro.

-Decían unas cosas terribles ahí en la puerta de la capilla de San Pedro Mártir-.  El hombre parecía sinceramente afectado al recordar.

-Yo atranqué el paso para oírlos. Decían que se ha presentado en todo el mundo un virus que ataca a la corota[1] del cristiano al que le llaman el corotavirus, madre santísima, con una soltura de la lengua para decir esta mala palabrón y eso que estaba el señor cura de la parroquia y la monja dominica…  Enseguida pensé que el mundo entero está hundido en el libertinaje al ponerle semejante nombre a esa enfermedad y con el visto bueno de su santidad-. Melchor lo animó a que siguiera hablando, con el ceño desplegado como una antena.

-Cuando comentaban de los síntomas, como gracias a mi taita diosito no tengo un pelo de tonto, me puse a comparar con la situación de mis partes pudendas amenazadas… Decían que primero se presenta una gran temperatura. Yo me tranquilicé porque siempre está fresco allí en la sombra donde nunca llega el sol y medio manda la luna y sólo cuando mismo mismo, tiene su minuto de fiebre...-. Aquí consideró oportuno sonreírse como si hubiera dicho algo muy ingenioso y siguió relatando:
-También dijeron que tenía que tener la garganta seca y rasposa y tampoco era el caso… Me alegré bastante, pero como dicen, la alegría del pobre dura poco. El cura dijo que la víctima suelta una terrible moqueadera…y ese sí es mi caso. ¡Se me juntó el cielo con la tierra!  Madre mía, dije sin poder controlarme…Madre purísima, sin pecado concebida contestó la monja dominica... Me acordé de los tiempos en que cayó la plaga del sida para castigar a los golosos que les gusta comer de la huerta trasera… Nos contó el enfermero del subcentro de Lujinuma Alto, que es persona seria y muy sabida, que esa enfermedad se contagiaba por montar del lado cambiado, pero también por beber del mismo jarro y comer con la misma cuchara, aunque lo terrible, dijo, fue la operación para salvarlos a los más graves cuando todavía no salían las vacunas. Dijo que les quitaban todo el aparato y los dejaban lisos como un tambor, llambos sabemos decir nosotros, aunque algunos ni con eso se salvaban.  ¿Se imagina?
-No me imagino-, contestó escuetamente Melchor. Aunque sí le pasó por la mente la imagen de la puerta enrejada del paraíso atestada de cristianos que no se salvaron del sida con la operación y hacían cola, con la cabeza gacha y la mano en donde debía ir la pena, para recibir un pase a la gloria eterna. Sin nada por delante y nada por detrás, como guaguas de pan o arcángeles con piernas. Sin ningún comentario se dispuso a seguir escuchando el relato de su compañero de vereda.
-Sin ser parte de la conversación yo me planté delante del señor cura y le pregunté de una: ¿y cuál es el remedio? Porque no podía soportar la idea de andar por el mundo curado del corotavirus pero separado de mis dos leales compañeros en las buenas y las malas. Y peor para toda la eternidad. Nos avisó que como era una enfermedad nueva todavía no se podía conseguir una vacuna, la monja dominica dijo que la mejor cura era la oración y el agua de matico, las vecinas dieron otras recetas, pero yo escuché clarito en medio del cuchicheo cuando el padre Nivelo dijo que por lo pronto el único tratamiento seguro era la cuarentona. Después necearon que yo había escuchado mal, sobre todo mi hermana Pascasia, pero por dios santísimo que eso fue lo que dijo el reverendo. Salí como gato pringado sin tener a donde ir ni con quien comentar semejante terapéutica hasta que me acordé de mama Felipa Rey, la casamentera del pueblo y de los barrios alejados, que lo mismo saca con bien un parto cruzado que una cadera hecha añicos, teje una alforja de Catacocha o se embucha de un solo trago una botella de anisado tapetusa. Cuando le pregunté su parecer sobre la plaga se rió con malicia y dijo que recién salía de una gira aguardentosa y no había escuchado noticias pero que a esa parte del hombre no le pega virus si no ladillas. Más se rió cuando le dije que para librarme del posible contagio necesitaba una cuarentona.  A la edad que tienes, me dijo, una mujer más joven te puede curar la soledad o bajarte la calentura pero tarde o temprano te pondrá como venado. El billete de veinte dólares que le boté en la mesa le cambió el tonito y me dio tres nombres de mujeres solteras de cuarenta años. Por dos ñañitos de ese dólar te puedo acompañar me propuso y yo acepté porque sinceramente me parecía imposible conseguir el remedio en tan pocas horas.  Primero fuimos a la casa de la señora Hermenegilda Jumbo en las afueras del caserío, por donde se sale a Numbiaranga, y la encontramos rodeada de tanto niño que parecía una escuela. Era tres veces viuda y todos eran sus hijos. Cuando mi representante le explicó cuál era mi necesidad la señora no se mostró ofendida. Dijo que si mi curación dependía de estar con ella un rato no me podía ayudar porque era madre de familia, pero que conocía a otra señora que podía ayudarme por una propina, pero eso sí tenía casi sesenta, no cuarenta como yo, se jactó, estaba cundida de carate y además era sorda del oído izquierdo. Si me interesaba en ella a pesar de estar ya mayorcito y tener ojos de bribón me daría el sí, aunque todo debería de ser por la iglesia y siempre consultando el parecer de los otros papás de las guaguas.  Que eso demoraría por lo menos tres meses y que se pasaría el tiempo de aplicarme el tratamiento nos dijo condolida. Me apuré en agradecerle y salimos en busca de la otra candidata. Esa sí parecía cuarentona, de piernas gruesas, cuerpo entallado y cara bonita.  Desde el principio dio señales de no estar interesada en mi persona y peor en el motivo de mi visita. Después nos enteramos que además de peluquera era el amorcito del narco local. Mama Felipa quiso componer la plancha valiéndose de su fama de bruja y me preguntó en su delante si me podría servir de remedio la agüita de espíritu de la cuarentona. Allí la bella se bajó un rato de su pedestal y pidió una explicación. “Yo puedo hacer un cocimiento de hojas de matico, consuelda, guando y otras plantitas para darle un baño rapidito” dijo ella, “y ahí mismo juntamos el agua que escurra de su cuerpo para llenar un par de botellas que mi ahijado debe tomar como agua de tiempo”. No le gustó para nada la propuesta porque dijo que así les hacen las bujerías y los daños a las personas y nos mandó con viento fresco. En una casa de adobe vivía la tercera cuarentona. Era una mujer pequeña pero bien atacadita que nos recibió en la puerta porque estaba entregando una ruma de alforjas, jergas y otros tejidos a una señora que mercaba productos rurales en la ciudad. Nos dijo que sí había escuchado de esa enfermedad pero que no le gustaba que usaran una mala palabra para nombrarla. Lo mismo dijo la compradora, que pensaba que bien pudieron llamarla cosavirus o hasta pelotavirus, pero no tenían que usar esa palabrota sobre todo delante de las mujeres. Cuando mi bruja madrina le dijo que yo necesitaba una cuarentona porque tenía los síntomas de la peste y habló de dinero, la señora, que se llamaba Aleja, me sonrió guiñándome uno de sus lindos ojos y me mandó que fuera a la capilla a poner una vela y regresara en media hora.  Mama Felipa Rey y yo nos despedimos felices: ella porque me había pelado sesenta dólares y yo porque tenía chance de evitar el avance de esa enfermedad con nombre de mala palabra.
Melchor estaba intrigado y yo también. Simplicio continuó el relato: -Cuando yo llegué, primero me hizo un café con tamal y humita y después me hizo el 69. Un revoltijo de brazos y piernas que nunca me dejó saber si estaba arriba o abajo, en el cielo o en el purgatorio. Yo le pregunté si eso que me estaba haciendo me curaría del corotavirus y ella me respondió que me curaría del corotavirus, del cáncer y hasta de las piedras en los riñones-.
-¿Y qué hace aquí en esta calle desierta, con esa maleta trailera donde parece que ha metido su casa y la del vecino, habiéndose encontrado con el remedio para todos los males del mundo?
-No todo lo que brilla es oro mi señor… Yo enseguida me di cuenta de que éramos hechos de materiales diferentes. El matrimonio lo hicimos en un abrir y cerrar de ojos porque era la prima del jefe de área del Registro Civil y la sobrina consentida del cura párroco y allí, delante de toda la parentela dijo que ahora que San Antonio le había cumplido trayéndole por fin al hombre de su vida le daría su remedio contra el virus mañana, tarde y noche por los siglos de los siglos amén. A la semana me desperté llorando de un sueño donde yo le rogaba al corotavirus que hiciera conmigo su sucia cirugía y aquí me tiene, buscando un transporte para irme al otro lado del mundo…
-Parece que va a tener que instalarse en algún lado mientras pasan las prohibiciones de tránsito interprovincial. Quizás le convenga pedir perdón y pasar el resto de la cuarentena junto a su cuarentona- dijo Melchor en medio de una incontenible risotada.
Yo pensé si no sería una buena idea invitar a una cuarentona a pasar la cuarentena…
Omar Burneo Castillo
Dedicado al inolvidable
Gustavo Aguirre Piedra


[1] Lojanismo para referirse al órgano sexual masculino.